Varias personas me han pedido que vuelva a reponer un artículo que escribí hace unos meses sobre las complejas relaciones entre la personalidad y la dirección musical. No lo escribí pensando en un «espécimen concreto»; es válida para una categoría amplia de individuos y profesiones.
El reciente fallecimiento del director Colin Davis 1927-2013 ha sido un acontecimiento muy sentido. Las primeras referencias a su persona fueron a finales de los años 60 a través los discos que mi padre compraba en Reino Unido, en especial los dedicados a Mozart. La llegada de los pedidos eran un acontecimiento familiar importante. He tenido la ocasión de escucharlo varias veces en vivo, la primera en el Festival de Música de Canarias con la London Symphony Orchestra en 1996.
Entre los comentarios que han salido a la luz con la triste pérdida del director británico destaca una frase recogida en una entrevista del 2002 para el periódico El País cuyo titular es: “Colin Davis cree que el secreto para dirigir orquestas es no tener poder” . Dos son las ideas que expresa el titular de la noticia: (1) ”la música es libertad” y (2) “El secreto es no tener poder“, Construir un sistema de participación permeable, con un estilo de interacción que premie y fomente la aportación inteligente parece ser imprescindible. Sobre la primera no voy a realizar un comentario especial excepto que esta afirmación tiene un significado profundo: la música no se sigue del cumplimiento rígido y lineal de las reglas. La segunda me parece una idea también capital y creo que se relaciona más con la forma en que se comportan las personas: “El secreto es no tener poder“.
Situarse en una relación abierta y flexible con la música y los músicos supone una base segura para la mejora. Esta afirmación es cierta para todo el que se involucra con la música sea cual sea la escala: como compositor, como intérprete, como director, como escuchante silencioso o como productor. No escribimos aquí sobre un tema abstracto. La relación de la música y los intérpretes es un asunto a la vez social y psicológico. Creo que el comentario de Colin Davis va en esta línea.
La relación entre la libertad, la música y el poder podría resumirse en que las relaciones sencillas y humanas son las mejores para ese sistema abierto del denominamos arte musical. Es en la libertad, entendida como un ecosistema de “no poder”, dónde encontramos las mejores soluciones para la creación, lo mejor del mensaje musical. El “no poder” no refuta el necesario marco intelectual y técnico a través del cual el director “convence” a sus músicos. El mejor poder emana de las decisiones racionales que su aceptadas, de las negociaciones en igualdad, de los juegos en simetría. El director tiene poder positivo en la medida en que hay una confianza en su conocimiento artístico y en la medida en que convence en un discurso emocional de empatía no desprovisto de buenos argumentos técnicos. ¿Confiarías en un déspota?
Aunque el director conduzca a los intérpretes hacía una versión ilustrada de la obra musical, de la que podría ser perfecto conocedor, no sería un error afirmar que la mejor forma de explorar todas sus notas es evitar a toda costa el ejercicio del poder “por aplastamiento irracional”, más en concreto, mediante la eliminación de todo autoritarismo. Simon Rattke vs Helbert v. Karajan. Las interpretaciones se benefician de las relaciones apoyadas en la autoridad. Autoridad, no autoritarismo es ya un tema consabido. El autoritarismo hace de una persona un ser limitado, nace de la inseguridad latente, de la forma en que esquiva la mirada. Por consiguiente su expresión musical esconde un secreto: hacer de un evento social y colectivo algo exclusivamente suyo. Así de simple.
El problema se centra en que no todos estamos preparados, ni en lo técnico ni en lo humano, para la alquimia del “no poder”, para la seducción por la autoridad. Recientemente he tenido conocimiento directo de un acontecimiento que me ha hecho reflexionar. Para algunas personas su relación con el ejercicio musical, incluso en el plano de músicos aficionados, se convierte claramente en una expresión patológica de su poder arbitrario, o lo que es lo mismo, en una manifestación de su inseguridad. El autoritario necesita un orden rígido, con poco margen para el cambio, un tejido monocromo. De existir una necesidad ineludible de cambiar algo debe ser él quien “tome las decisiones finales”. Mediante esta pirueta “salva al grupo de la anarquía del propio grupo”. Sus músicos se convierten así en el medio natural en el que se manifiesta su propia visión entendida como discurso único. Más allá está el barranco. El «impedido para la síntesis democrática» siempre te señala el punto por el que puedes despeñarte, el borde del precipicio próximo a ti y es por completo ciego respecto al suyo propio. Se muestra como un agente racional catapultado en el tumulto de sus pasiones paranoicas. Ante cualquier «sospecha de disentimiento» se sigue una acción real de tipo correctivo. Es, en el ejercicio de este poder básico y elemental, donde transcurre la dinámica entre algunos de los intérpretes y su desgraciado director.
El déspota es un personaje rumiante. Imagina constantemente lo que podría afectarle en un ritual casi paranoico. Por consiguiente, necesita un entorno en donde todos los elementos sean percibidos por él en equilibrio. Cualquier variación, real o imaginada, le produce tensión.
No nos equivocamos si pensamos que gran parte de las conductas del director autoritario se explican como si fueran mecanismos reductores de la tensión y del peligro percibido. Estas prácticas correctoras en ocasiones se enmascaran bajo el calificativo de “ser perfeccionista”, “búsqueda del detalle”, “ser minucioso” o “actitud responsable con lo auténtico” cuando realmente sólo es una demostración de su afán obsesivo. La perfección, el detalle, el gusto por el equilibrio y por el análisis minucioso constituyen valores esenciales en la interpretación musical. No obstante, en manos de personas en los que predomina la inflexibilidad se convierten en algo distinto. A estas personas les encanta el protocolo, sin olvidar que lo que más le motiva es fijar las reglas ellos mismos y observar como los demás lo siguen.
El director musical con poca margen para admitir la flexibilidad como una regla constructiva, a menudo despótico e imprevisible disfruta con el ejercicio arbitrario, incluso lo necesita. Le encanta implantar en los otros un régimen de control unipersonal que, en última instancia, descansa en sus valores egocéntricos y en la expresión patológica de sus emociones. Oficialmente cada elemento para el consenso y la negociación se convierten en un desencuentro potencial, un tema que le preocupa mucho. Alguien podría pensar que nuestro hipotético director es “un capullo compulsivo”, alguien que no sobreviviría a sus delirios, una persona con una visión instrumental de los demás. No creo que se equivoque.
Veamos esta peculiar relación desde el otro lado: desde la perspectiva de algunos de sus dirigidos. Es frecuente que una parte de los colegas músicos observen un curioso mecanismo: las pautas arbitrarias de su director conviven junto a otras que pudieran tener un sentido más lógico. La vida de estos grupos transcurre entre “lo previsible” y lo “ocasional – arbitrario”. El autoritario disfraza sus decisiones como acciones inevitables, como si fueran realizadas por “el bien común necesario e impersonal“, a menudo con total desprecio por las consecuencias puntuales que se derivan de ellas. No valoran las emociones de los demás como las suyas propias. Frente a ellas se comportan con transparente negligencia. Son los primeros que te dicen: “no hay nada personal en esta decisión”, o “me duele decir esto” expresado con una mímica de indiferencia, y otras cosas por el estilo. Pueden incluso manifestar su dolor al grupo por extirpar una de las nuevas re-ediciones del peligro colectivo mientras que en su interior sienten un placer cadente de justificación racional. Él ha despejado su incógnita. Su seguridad se construye sobre la incertidumbre de los demás. Por mor de su integridad psíquica llega incluso al auto-convencimiento de que sus delirios son reales, plenamente justificables. Ese sentimiento de confianza personal que transmite ante la arbitrariedad que ellos mismos generan hace incluso que grupos de personas lo perciban como el “sostén del grupo”. Muy triste. A veces somos rebaño. El poder confunde el diálogo con la amenaza.
En el mundo de la empresa el espacio para los líderes negativos está en retroceso. Considerados durante décadas eran ejemplos de dirección a seguir. Ahora son cuestionados. Decenas de recientes estudios demuestran que lo que realmente han producido es una pérdida de iniciativa y capital humano. Su labor va en la dirección contraría a la eficiencia empresarial. No resistirán una entrevista de trabajo bien planificada.
En la dirección musical profesional o amateur existen personalidades como los que describo. En la antípodas encontramos modelos positivos, como por ejemplo Colin Davis, Gustav Leonhardt, o Ros Marbá en España. Dejemos aquí esta reflexión sobre una de las formas de una vivencia truncada en la música: la fascinación por las relaciones de poder.
Colin Davis era un director inmaculado, grácil, una autoridad. Entre su amplia discografía escucho con veneración sus versiones de los conciertos de piano de Beethoven con la Staatskapelle Dresden en 1988, con Claudio Arrau como intérprete. En igual medida disfruto con sus aproximación a los conciertos de violín de Mozart con A. Grumiaux y la London Symphony grabadas en 1962, para mi inigualables junto a las versiones de S. Kuijken. Su interpretación de la sinfonía fantástica de H. Berlioz con la Royal Concertgebouw Orchestra de Ámsterdam del 2001 me parece una lectura inagotable.